No soy creyente, pero lo que diga el Papa importa. Su posición al frente de la Iglesia Católica le da un poder más allá que cualquier político. Él, designado vocero de Dios, es capaz de influir en los más de mil 400 millones de fieles en el mundo e inclinar la balanza. Lo que diga, y haga, importa, y mucho.
El pontificado de Jorge Mario Bergoglio no fue indiferente para nadie. Bastaron doce años para movilizar los cimientos del sistema católico. Sus posturas políticas y sociales le dieron críticas y elogios por igual.
Reprendió lo mismo a gente de calle que a líderes mundiales, bromeaba a su paso con feligreses, y respondía sin filtros a todos los dilemas morales a los que se enfrenta la sociedad actual, con una perspectiva humanista y conciliadora. Justo lo que la Iglesia arcaica requería en tiempos modernos.
A las parejas del mismo sexo les dio su bendición y abrió el seminario para aspirantes LGBTQ+; permitió que las mujeres fueran lectoras y monaguillas en las misas, aumentó el número de trabajadoras en El Vaticano y nombró a la primera directora de un departamento en la Santa Sede; defensor de los migrantes, abogó por su trato digno y la no discriminación; pidió perdón por los crímenes de la Iglesia a lo largo de la historia, incluyendo a los pueblos indígenas de Latinoamérica.
Se alejó cuanto pudo de la magnificencia de la figura del Papa. Dejó los adornos de oro y se quedó con la cruz de plata, la sotana blanca y los zapatos negros desgastados. Una acción congruente con su discurso “el capitalismo mata”, en su encíclica Laudato sí. Criticó el sistema que profundiza las desigualdades sociales, los conflictos políticos y la explotación ambiental.
Un Papa disruptor que se enfrentó a los ultraconservadores y rompió con todos los protocolos que hacían de la Iglesia un ente puro e inalcanzable.
Sacudió a una organización empolvada y acartonada, entró a la conversación en temas de los que la religión siempre había mantenido su distancia. Habló, cuando sus antecesores callaron.
Sus palabras y acciones marcaron un antes y un después. Deja una comunidad católica más abierta y crítica.
Ahora con una ultraderecha en ascenso es todavía más importante quién será su sucesor, si se continuará con ese papado transformador, que alza la voz ante las injusticias sociales y las políticas dictatoriales, o regresarán a la cúpula el silencio y la complicidad.