La Semana Santa siempre llega con un halo de nostalgia para mí. De niña, y todavía de adolescente, pasaba las vacaciones con mi familia en San Ignacio, Sinaloa, de donde era mi papá. Como si se tratara de una manda, cada año íbamos a ese pueblo en el que no nací, pero al que una parte de mí pertenece.
En esos días, la tranquilidad de los sanignacenses se rompía con la llegada de quienes regresaban a casa y otros tantos que visitaban por primera vez el municipio que llegaba a su máximo esplendor.
La casa de los abuelos estaba llena, convertida en un parque de diversiones por todos los primos que hacíamos de un cesto de plástico un carruaje y de un patio lleno de hojas secas una cancha de futbol.
Bastaba avisar que saldríamos a la calle a pasear para no regresar durante horas, con la seguridad de los padres que no había peligro, porque estábamos en la tienda de la Chayo, en el puesto de revistas con la Nely o comiendo un raspado en la plazuela.
Llegaba el Jueves Santo, y nos tocaba ver desde los ventanales la Tamboreada, una peregrinación muy alejada de la santidad de los días, con bautizos de cerveza y música de banda que marca el inicio de la fiesta alterna a la Iglesia, y de la que fuimos parte ya con credencial para votar en mano.
Por fin era Viernes Santo y podíamos ir a la feria, pero antes había que pagar la entrada, y no los 15 pesos del boleto, sino ir al Viacrucis, desde la salida del templo hasta el cerro de La Mesa, con pleno sol de mediodía y calor norteño, siguiendo a los soldados y a Jesús que padecían más por la cruda de la fiesta de la noche anterior.
El día siguiente estaba en la agenda el río Piaxtla, tratando de estirar las horas ante el inminente fin de la semana, y con la poca energía que quedaba, si acaso daban permiso, ir al baile del Sábado de Gloria para cerrar.
El domingo era un desfile de automóviles y camionetas con cajuelas llenas, las despedidas tristes de quienes dejaban a sus padres otra temporada, y la preparación para regresar a la rutina.
Hace años que mis días santos ya no son así, ahora los viven otros que no saben, como yo en ese entonces, que nunca se van a repetir; pero vuelven en las conversaciones con quienes compartimos esos recuerdos, al recorrer esas calles en una visita fugaz o en las fotografías que de repente aparecen en los cajones olvidados. Al final, de una u otra manera, regreso a San Ignacio.