La restricción de narcocorridos es un curita para un país que se desangra. Una solución superficial para una herida que se dejó abierta mucho tiempo y ahora requiere un tratamiento de fondo. Existen porque el crimen organizado persiste, alimentado por la complicidad de las autoridades, la necesidad y el secuestro de comunidades vulnerables y la falacia de que con un cuerno de chivo y un chaleco táctico se consigue la abundancia.
La vida del narco se convierte en el “sueño mexicano” para niños y jóvenes, deslumbrados por los collares de diamantes, los tenis Balenciaga y los automóviles de lujo. El deseo de ser los protagonistas de esos hechos de violencia que se cuentan como hazañas en canciones. Así, la música se vuelve un medio de propaganda para el reclutamiento criminal.
Limitar las presentaciones de exponentes del género es más que censura, es una acción necesaria para evitar que continúe el fortalecimiento y la expansión de grupos delictivos que durante años se han enraizado en la sociedad; y ahora se enfrentan las consecuencias: un Sinaloa en estado de guerra desde hace seis meses, un Jalisco con campos de adiestramiento y exterminio, un Guanajuato que no para de contar homicidios…
El combate al crimen organizado no solamente está en los operativos o el despliegue militar, también en la tierra de donde emerge, en las comunidades vulnerables donde suman adeptos con apoyos económicos y campañas para legitimar sus acciones. No basta consumir contenido que enaltece a un narco para aspirar a serlo. Todo está en quien lo escucha y su entorno.
Más allá de la prohibición de un género musical, se necesita una introspección personal, familiar y social sobre qué nos lleva a consumirlo. Prohibir nunca va a ser la solución, la apuesta debe ser la atención a quienes son más propensos a caer en estas redes, y tener un sentido crítico y responsable ante todo lo que vemos y escuchamos como entretenimiento, pero que agrava la herida en la sociedad, a ver si así, podemos parar la hemorragia.
