No sabría decir exactamente qué es aquello que me impulsa a bajarme la bragueta cuando noto que un bato empieza a seducirme en “La Cajita Feliz”, como se conoce al último vagón del Metro, donde suceden las improvisadas orgías homosexuales minutos antes que el Metro de la Ciudad de México cierre su jornada laboral. No creo que sea el morbo que tomaba consistencia en los cines porno a punto de extinguirse. Recuerdo que uno de los fetiches que más disfrutaba era pagar un boleto en el Cine Savoy, en la calle 16 de Septiembre, en el Centro Histórico del entonces Distrito Federal, ponerme los audífonos de unos clásicos Walkman Sony, darle play a cualquier cassette de Suede o el “One Hot Minute” de los Red Hot Chili Peppers, la preciosa oveja negra en la discografía de los Peppers, desenfundar mi bragueta y dejar que otro camarada se deleitara con mis centímetros. Carajo, cómo disfrutaba de ese acto de exhibicionismo autista mientras escuchaba “Warped”, que es como un proceso genital de erección hasta el punto más duro; o “Deep Kick”. Es un disco que se acoplaba a los tropiezos gays de la sala minioscura, como lo era el Savoy.
Pero en La Cajita Feliz las luces están prendidas con la amplitud de un quirófano. Cualquier grano salta a la vista con la punta blanca. Y sin embargo, eso no es suficiente para que la líbido se desvanezca. La calentura mantiene su depravación en esos últimos vagones hasta eyacular.
Ahora que la Guardia Nacional fue desplazada al Metro para evitar los sabotajes sin aludir el mantenimiento, lo primero que se me vino a la mente fue la integridad de “La Cajita Feliz”. ¿Estarán al tanto los uniformados de lo que sucede en ese último vagón? ¿Tendrían el valor de honrar a sus antepasados del 14, Las Adelitas? El famoso antro en las fronteras de Garibaldi donde había show de sexo en vivo buga, aunque la mayoría de los bebedores éramos jotos, la mitad civiles y el resto con el mismo cabello a lo casquete corto. Un paraíso donde hasta el machismo y la homofobia más arraigada y patriótica terminaba doblando las manos ante ese caldo de testosterona bélica.
No fui el único. Varios se preguntaron cuál sería el futuro de “La Cajita Feliz” con el arribo de la vigilancia militarizada camuflada de organismo desconcentrado y civil. Mientras otro grupo de pudorosos y homosexuales conscientes del valor de la moral en una sociedad pensada para la hipocresía buga, puso en la superficie el debate y linchamiento a las prácticas de sexo gay en lugares públicos conocida como cruising. Trayendo a cuento la caída de las clases de civilidad.
Por supuesto que dominamos la ilegalidad que supone el sexo en público. Hace un par de décadas trataba de justificar esa debilidad en el transporte público con chaquetas marxistas sobre jeans proletarios, calzones Rimbros, desigualdad social y la lucha gay como primera víctima del marketing inclusivo.
Quizás algo hubiera de eso. Pero siempre me quedó claro que el tránsito de erecciones en “La Cajita Feliz” era la carambola extrema de la socialización masculina, cuya anatomía parece condenada a cierto arrastre por la conquista mientras lo babeamos todo. Pero creo que son esas huellas viscosas lo que me ponen la sangre a hervir y las venas como bóiler a punto de causar destrozos.
Decía el escritor homosexual Jean Genet en una entrevista para la “Playboy” que para preservar a la sociedad americana: “Se ha inventado una suerte de gánster que encarna casi totalmente el mal. Naturalmente, esos gánsteres son imaginarios”. Me queda claro que quienes se escandalizan con las prácticas de “La Cajita Feliz” nos ven como el mal encarnado en el exhibicionismo. Influenciado por el anarquismo homosexual de Genet, el cruising encarna mi revancha contra la urbanidad hetero en la que se encuentra el clóset que me tuvo en cautiverio mientras hallaba el momento de decir que no era ese hombre con expectativas que nunca pedí. Por eso no tenía novias y no me interesaban las tetas. Entiendo las reglas de convivencia, el respeto por el espacio público aun cuando nadie me pregunta si me incomoda la pornografía heterosexual en cualquier puesto de revistas o cuando una minifalda intenta venderme una pasta de dientes. Como siempre la tolerancia homosexual a cambio de que nos traguemos el sabotaje moral de los heteros.
Por eso sigo disfrutando a los Peppers. Por su desesperadamente fálica urgencia de romper con sus tabús masculinos, los mismos que repiten los detractores de “La Cajita Feliz” gays incluidos. Con todo y que sus últimos discos apenas sí cumplen las cláusulas de sus contratos y su presentación en el Super Bowl fue bochornosa. Los Chili Peppers son una de las bandas que más tributo rinden al falo sin rodeos. Sobre todo Flea, que aprovecha cualquier tirón del bajo para encuerarse.
Wenceslao Bruciaga