
Esta semana dos textos de origen muy distinto coincidieron sobre mi mesa de trabajo. El primero es una réplica de las memorias de un joven condenado a la hoguera hace 428 años y el segundo una colección de relatos publicada recientemente bajo el título No hay lugar en este país.
La arbitrariedad de esta sincronía hizo que mi cabeza mezclara los argumentos porque ambos textos son el resultado de una voluntad infinita para ganar la partida a la crueldad que se empeña en desaparecer el rastro de personas que, aunque nacieron en épocas muy distintas, su existencia fue devorada en territorio mexicano.
A finales del año 1596 el corregidor Vasco López de Vivero leyó la sentencia de muerte emitida contra Luis de Carvajal el Mozo; ahí se ordenó que fuera “quemado vivo y en vivas llamas de fuego hasta que se convierta en cenizas y de él no haya ni quede memoria”.
Se equivocó el malvado juzgador. No conocemos hoy los nombres del hereje, el bígamo o la supuesta bruja asesinados a un costado de la actual Alameda de la Ciudad de México, donde alguna vez estuvo la Plaza del Quemadero, pero el recuerdo de Luis y su familia, perseguidos por rechazar la fe dominante, trascendió el suplicio al que, junto a las otras almas, fueron sometidos.
Mientras escribo estas líneas tengo frente a mis ojos una réplica del cuadernillo en el que Luis de Carvajal narró su vida con una caligrafía preciosa y diminuta, durante los años en que el Santo Oficio lo tuvo en cautiverio. Más tarde, esta historia, firmada bajo el seudónimo de Yosef Lumbroso, fue sepultada entre miles de páginas coleccionadas por los inquisidores hasta que, en 1870, la rescató Vicente Riva Palacio. Luego volvió a extraviarse, en 1932, cuando un ladrón sustrajo el documento para llevárselo fuera del país.
Ochenta y cuatro años después, ese texto, cuyas medidas coinciden con la palma de una mano, apareció en Nueva York para ser subastado y gracias a este hecho, ciertamente milagroso, puede consultarse hoy, en su versión original, en la biblioteca del Museo Nacional de Antropología e Historia, cuyo director, Baltazar Brito, realizó su más fiel transcripción.
Se necesita de una lupa para leer, en español antiguo, las palabras que aquel joven judío fijó sobre pequeños lienzos de tela, perfectamente recortados, para narrar la migración de su familia, desde el viejo continente hacia la Nueva España. Él tenía dieciséis años cuando desembarcó, medio muerto, a orillas del Pánuco, como integrante del grupo de colonizadores que fundaron el primer reino de Nuevo León.
Las memorias de Luis de Carvajal son también el relato de la fundación de un país que, desde el siglo XVI, dispuso la erradicación de la disidencia. La Inquisición persiguió, hasta exterminar, a los viajeros que por error creyeron en la oportunidad que el Nuevo Mundo podría brindarles para practicar la ley mosaica.
Fue dentro del calabozo donde el joven Luis confió a un compañero de celda su secreto. Con los sentidos debilitados por el hambre y el encierro confesó que, antes de ser detenido, había escondido el pequeño cuaderno bajo las tejas del techo donde moraban su madre y sus hermanas. Al día siguiente, el depositario de esa intimidad corrió donde los carniceros para denunciar la existencia y la ubicación de las páginas que servirían como prueba definitiva para condenar al reo.
Una vez que el fiscal inquisidor Lobo Guerrero expuso la evidencia, Luis de Carvajal decidió mostrar sin máscaras la convicción de su conciencia. Bien sabía que por esa confesión terminaría sus días con el cuello atado a una estaca. Pero el Santo Oficio no frenó en esta orilla el río de su maldad. Antes de condenar al joven lo torturó hasta extraer de su garganta acusaciones en contra de sus seres más queridos. Ese testimonio sirvió para que su madre y varias de sus hermanas le acompañaran en el espectáculo incendiario que borraría, ante el ánimo eufórico de la muchedumbre, las cenizas de aquellas víctimas.
La existencia del librito de Carvajal no compensa el dolor sufrido y sin embargo permitió que la evocación heroica del autor viajara hasta nuestros días.
Es en este punto donde conecta un texto con el otro. No hay lugar en este país es un conjunto de relatos editado por la escritora Brenda Navarro y publicado esta semana por Fundar. Tiene un objetivo parecido: salvar del olvido la vida de trece familias cuyo común denominador fue haber sido marcadas por la tragedia de un ser querido que desapareció.
Barbara, Carmen, Martha, Laura, Emmanuel, Guadalupe, Edith, Tania, Paulina, Tita, Erika, Blanca y José son la madre, la hermana, el padre o la hija de las víctimas contemporáneas de la exterminación. Voces todas que decidieron resistir gracias al relato espiritual de su naufragio transcrito sobre el papel.
Sin ninguna piedad, también la inquisición moderna ha querido negar su respectivo dolor. Familias dedicadas a buscar mientras enfrentan un oficio nada santo y muy mezquino que afirma la exageración de un hecho — las desapariciones— como supuestamente manipulado por los detractores de la fe contemporánea.
Con todo, las madres buscadoras han sido tremendamente tenaces. Laura escribe: “Mi nieto se quedó sin su mamá, yo me quedé sin mi hija, mis compañeras sin sus familias, pero nos tenemos a nosotras. Por ahora, eso nos sostiene”. Guadalupe añade: “Quiero que se resignifique la vida de nuestros hijos, padres, esposos, hermanos y que resurjamos todos de las cenizas”.
José concluye: “es difícil contar esto porque cada que lo hago vuelvo a sentir el mismo dolor, la rabia, la impotencia … Esto es real, lo hemos vivido nosotros”.
Hoy sábado diez de mayo, como sucede desde hace trece años, las familias buscadoras marcharán a partir del monumento a la Madre. Sin saberlo, cruzarán cerca de la antigua Plaza del Quemadero. Sus pasos son el otro trazo de una página de la historia mexicana que reclama un lugar para quienes no lo han conseguido. La paz que se escabulle por la injusticia y la letra que sirve, si no como cura, sí como antídoto contra la insoportable desmemoria.