Cultura

Los viajes de Telémaco

Reseña

En ‘Los regiomontanos’, Alfonso Reyes hace un retrato vibrante de Monterrey como “honesta fábrica de virtudes públicas” y revela el temple del norte mexicano en tiempos de guerra y reconstrucción.

Leer a Alfonso Reyes es darse un chapuzón en El Sabinal a horas muy altas del verano. Imposible escapar del calor, aunque el sol se despida y la luna, allá en lo alto, aparezca con su luz de plata, el calor, y sus miríadas, no se van.

Es más que pertinente ubicar a Los regiomontanos, de don Alfonso Reyes, en el tiempo y en el espacio. Ciudad de México, abril de 1943. Se celebra la Segunda Feria del Libro, es el orador invitado por el Gobierno de Nuevo León; es primavera, las jacarandas han florecido y la Segunda Gran Guerra no ha terminado. Lo que tengo sobre la mesa es un rompecabezas muy bien armado. No se trata del cuadro de la nostalgia, sino del retrato del reconocimiento. Hay frases memorables, juicios y descripciones. El presente siempre está ahí, aunque se vista de raíz. Lo que vemos, lo que Reyes nos muestra, es el árbol. Dice que los libros no son ajenos a la vida, al contrario, que son “la flor de la vida”. Y que el hombre pone en ellos “lo mejor de sí mismo”. Confiesa, con meditada emoción, que lo mejor de la vida, aquello que se recuerda y celebra, pasa por la letra. Y declara que los “descivilizados de hoy en día que entregan los libros a la hoguera, ignoran que están destruyéndose a sí mismos.” La guerra y sus atrocidades, desgraciadamente, son el telón de fondo de esta reflexión compuesta de finas y pulidas perlas.

Cuando llega a Monterrey la pupila se dilata. Habla de “cierto individualismo que fácilmente se organiza en armonía política”; y como muestra, de aquello que dice, pondera la limpieza de la ciudad, ya que cada vecino barre el frente de su casa. Advierte que, pese a sus lazos filiales con el terruño querido, la distancia, y el haber vivido en el extranjero, le permiten emitir juicios de una contundente objetividad, y de una sinceridad a prueba de todo. Si alguien observara el concierto nacional que integra a la patria, podría asegurar que la gente de Nuevo León es, a todas luces, la “más adulta de la República.” Y qué decir de la región, del páramo añorado, de esa feracidad, sólo suavizada por la sonrisa de los Ojos de Agua de Santa Lucía. Reyes pondera la idea del esfuerzo cuando argumenta sobre la “creación sobre la nada” como prueba irrefutable de la presencia de “la cultura y de las potencias del espíritu”.

Sin ser nombrado el río Santa Catarina aparece como un “camino de pedruscos,” y Monterrey, en sus múltiples reedificaciones, se emparienta —Reyes no lo dice, pero sí coquetea con el lazo de hermandad— con Ilión y sus muchas reedificaciones. “La ciudad —tremenda frase— se levanta luego de sus escombros.” Y estos avatares no sólo se deben a sus inundaciones, sino también al terrible sitio y defensa que la ciudad vivió y libró ante los ejércitos invasores. Monterrey pudo conformarse con ser un punto de contrabandistas, de diestros rifleros cuya puntería y eficacia quedó demostrada “en las primeras escaramuzas de la Revolución Mexicana. Pero la excelencia de aquella gente y la atingencia de algunos inolvidables gobernantes acabaron por transformar la Ciudad en la segunda Capital del País, alzándola hasta la figura ejemplar que hoy ostenta.” Palabra de Alfonso Reyes.

Pero no se trata de una ciudad vacía. Vemos emerger a fray Servando, que será calificado de ágil; mientras que “Gonzalitos”, recibirá el mote de sólido. El primero, se nos convierte en “duende de la Independencia”; y el segundo, hace gala de “una erudición rara” para sus días. El vínculo con Jalisco, “uno de los Estados más cultos de la República,” está señalado no sólo en la presencia de “Gonzalitos”, sino también en la de su padre, el general Bernardo Reyes, a quienes considera como dos de los gobernantes “más eximios” en la historia política del Estado.

Presentación en el Festival Alfonsino 2025. (UANL)
Presentación en el Festival Alfonsino 2025. (UANL)

Reyes, en Los regiomontanos, hace un apunte que considero de gran relevancia cuando señala que Monterrey es “el más intenso centro mexicano de la frontera”. Esto le da pie para reflexionar y ponderar sobre su deseo de que se llegue a fundar una gran universidad. Dice que el mero proyecto, que ya se encuentra en marcha, habla de la importancia neurálgica de dicho centro de estudios como salvaguarda de las marcas de la República, y cita a Manuel José Othón, el poeta predilecto de su padre y motivo de un ensayo suyo de juventud. Dice Othón con respecto a sus montañas:

guardando están de nuestro honor las puertas,
al ultraje cerradas y al delito,
a la esperanza y al amor abiertas.

Uno de los momentos que más me maravilla es cuando va cerrando filas en torno a su idea del regiomontano, que califica como “un héroe en mangas de camisa”. Creo que todo el ensayo corre en esta dirección. Que su cierre nos habla de un personaje en cuyo ADN nunca hubo un ápice de sentimiento aristocrático, que desciende de un contexto ajeno a toda corte, que acusa una individualidad, que barre el frente de su casa y que la ciudad —la mítica ciudad de Alfonso Reyes— es una “Honesta fábrica de virtudes públicas, vivero de ciudadanos”; y cuando no estudiados, sabios. No tienen poses de monumento y duermen el sueño de los justos; son templados como el acero que producen y hacen gala de una levedad y frescura como la cerveza que elaboran. Y aquí arroja la perla más preciada cuando dice de su regiomontano —él así lo descubre— que se trata de un hombre feliz.

Alfonso Reyes nos hace amar una patria, una casa paterna, a la que todos queremos regresar. Me parece que lo logra. Al leer Los regiomontanos me sentí Telémaco; pero a diferencia de éste, en su búsqueda inicial, yo —como feliz lector de este ensayo— sí di con la tremenda y amada figura de mi padre.

Los regiomontanos

Alfonso Reyes | Universidad Autónoma de Nuevo León | 2025

AQ

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